Todos traen consigo problemas con la vincularidad: consigo mismos, con el otro, con el mundo que los rodea.
Una persona llega a la consulta angustiada, agobiada de tanta lucha sin sentido. Siempre le han dicho que está equivocada, y se lo ha creído. Pero hay una parte suya que se resiste a asumirse inútil, innecesaria, no valiosa, no digna. Y esta saludable rebeldía se manifiesta como puede: enfermedad, angustia, depresión y malas relaciones. Sin embargo, sin estos síntomas la persona no sentiría que hay algo mal.
No es cambiar para satisfacer a los demás, sino detenerse, hacer una pausa, y reiniciar el camino hacia ella misma. Volver a crear el vínculo roto con quien ella es realmente: con su yo profundo, sus sueños, sus anhelos, sus necesidades y sus verdades. Inicia un recorrido alimentado por la seguridad de no sentirse amenazada, cuestionada ni acusada. Donde se la acepta tal y como es, sin juzgar, si invadir ni intentar modificarla. Cuando se siente comprendida, hay paz y hay espacio para iniciar el cambio.
Una pareja llega a la consulta. Uno viene convencido, el otro escéptico. El primero empieza la serie de reclamos, el otro escucha en silencio, y su expresión corporal delata su incomodidad y su estar a la defensiva del supuesto ataque inminente de mi parte. Ambos esperan que en algún momento, yo tome lugar por el primero, y le haga ver al segundo lo que está mal, y lo que debe cambiar para salvar la relación. Pero de mi parte eso no ocurre. En cambio, cuando el segundo expresa su opinión, esta es igualmente bien recibida como la del primero: con absoluta comprensión, atención y validez. Lo que siente es tan verdadero como lo de su compañero. Aquí no hay malos y buenos. Hay dos personas con las mismas necesidades profundas de afecto, pero con distintas maneras de pedirlo y expresarlo. El ataque nunca llega. En cambio, la comprensión y el acompañamiento de cada expresión llenan el espacio con un clima de calma y serenidad, aún en medio de la tensión inicial. Tensión que va dejando lugar a una escucha y un empezar a descubrir al otro, que también sufre. Donde había enojo y angustia, asoma un rayo de esperanza. No hay acusaciones, no hay culpables ni regaños. En cambio, hay una posibilidad de encuentro. Hay un empezar a escucharse, de un modo nuevo, distinto, y sobre todo, seguro. Cada uno puede decir lo que siente y necesita, de un modo nuevo que no dispara una pelea ni una discusión.
Una madre llega a la consulta con su hijo pequeño, por problemas en el colegio. El niño llora y se queja. No quiere hablar ni que hablemos de él. Está enojado. Me enfoco en la madre, escucho su angustia y realidad, y el pequeño, viendo que nadie lo molesta, comienza a jugar con sus muñecos. Cada tanto, entre charla y charla con la madre, le pregunto al niño acerca de sus juguetes. Y muy de a poco el niño se va abriendo. Va confiando en esta persona extraña que no le dice que tiene que portarse bien y hacerle caso a su mamá. En poco tiempo me cuenta de sus personajes favoritos, sus amigos, sus gustos y también sus disgustos. Para cuando la consulta termina, el niño ya juega tranquilo, habla confiado. Aceptar su enojo y frustración, su deseo de no ser invadido y su necesidad de ser respetado como persona, aún con 5 años, ha hecho posible el cambio de actitud. Trabajamos desde entonces la díada madre-hijo. La madre es escuchada y a su vez adquiere herramientas para aprender a escuchar y empatizar, no sólo con ella misma, sino también con su hijo, respetando cada emoción del pequeño, y acompañando sus vivencias como verdaderas.
El sentirse comprendido trae tranquilidad y alivio. La energía que gastamos en defendernos, la reservamos para calmarnos y escucharnos. A todos nos pasa, tengamos 40, 80 o 5 años.
En un espacio de acompañamiento desde el Enfoque Centrado en la Persona, se trabaja con la escucha desde la comprensión y la empatía, permitiendo que la presión se transforme en expresión. Cuando el enojo se va llega el alivio y la seguridad. Y desde allí surgen las posibilidades de cambio, de solución y crecimiento. Ya sea en individual, parejas o familias.
Cuando las personas se sienten comprendidas, se sienten en paz, aún en la tormenta. Y si hay paz, hay espacio para visualizar nuevas posibilidades y descubrir nuevos horizontes de transformación.
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