Imagen: Mary Blair
No
importa que tan bien nos levantemos en la mañana. Hay hechos o situaciones puntuales que actúan
como disparadores y nos cambian el ánimo rotundamente.
Yo
los llamo las puertas trampa. Es como si fueran
mágicas puertas ocultas en el suelo, que se abren bajo nuestros pies en
cuanto las pisamos y nos arrojan a profundos pozos oscuros y horrendos.
De
pronto, una situación o conversación de lo más común, se nos vuelve dolorosa,
opresiva y pesada. Lacerantemente
angustiante. Y sin embargo, luchamos
contra esa sensación pues no encontramos ningún motivo para sentirnos así, pues
el tema es de lo más normal o trivial y no ha sucedido nada extraño.
Tratamos
de sonar coherentes y de expresar la
opinión adecuada o las palabras justas, pero interiormente luchamos contra una
tormenta tropical que viene arrasando.
Y
cuanto más nos esforzamos en ocultar esas sensaciones “irracionales” más
fuertes se hacen. Finalmente, logramos salir de la situación que nos atormenta, y tratamos de seguir el día como si nada
hubiese pasado. Pero quedamos agotados, y seguramente malhumorados.
Y
no me refiero a peleas a la vista, tormentas externas e internas dolorosamente
visibles.
Hablo de hechos que, a simple vista, a
cualquier extraño le parecerían triviales, pero que a nosotros nos han agobiado
y angustiado al punto de arruinarnos gran parte del día. Hasta que algo ocurre (trabajo,
tareas, amigos) que nos distrae de esa angustiosa sensación que deseamos dejar
atrás a toda costa.
Lo
que nos derrumba es precisamente eso invisible que nos ocurre y que no
entendemos.
Y
es que en esos momentos de puertas trampa, lo que se resquebraja es nuestra
ilusión de que somos personas sólidas, coherentes y sobre todo unificadas. Que
cuando decimos “yo pienso”, o “yo siento”, pensamos que es así, que somos un
solo y ordenadito “yo”.
Estas
situaciones disparadoras nos rajan el velo de la ilusión espacio-tiempo, y
entonces ya no somos un solo
“yo-aquí-y-ahora”, sino además muchos “yo-allá-y-entonces” irrumpiendo y luchando
por ser escuchados. Además de los
“yo-futuros-y-posibles” que claman ser realizados.
Situaciones
pasadas que aparecen violentamente para ser observadas, revividas y tenidas en
cuenta. Y que regresan, no importa cuántas veces lo hayamos visto en terapia o
qué tan claro lo tengamos. Aún tienen algo para decirnos, algo que debemos
aprender, aceptar o integrar, aunque nos resistamos a ello. También se suman
aspectos poderosos, ignorados y sin
embargo luminosos, pero aún sumidos en la oscuridad de la sombra.
Todos
estos aspectos se funden y empastan en un pequeño y mismo espacio-tiempo. Todos
gritan con su propia voz, queriendo ganar su lugar para ser escuchados.
Pueden
ser sensaciones angustiantes, dolorosos
recuerdos de la infancia, deberes, mandatos y exigencias pasados y actuales, ataques feroces de nuestro crítico interior,
recomendaciones de “expertos”, opiniones bien intencionadas, críticas
hirientes, situaciones de vergüenza y baja estima, y por supuesto, mucho más de
lo que somos pero aún no sabemos.
Hoy
por ejemplo, todo esto en un diálogo con mi hija y su protesta por tener que ir
a gimnasia, porque la última vez no la pasó bien. Una situación trivial, pero que en mí
desencadenó un mundo de sensaciones y exigencias propias y ajenas, y un doloroso nudo de
recuerdos.
Ha
habido situaciones peores, por supuesto. Cada uno podrá seguramente
recordar su propia y angustiosa escena
de “puerta trampa”.
Es
curioso que en estas cuestiones, prime más lo que opinan los demás que aquello
que realmente nos pasa. Siendo que “lo que nos pasa”, es real para nosotros.
Constituye nuestra realidad.
Pienso
que empezar a escucharnos y aceptarnos como somos, es un gran paso para aliviar
lo que queda tras el paso de la tormenta.
Saber
que, ya sea estrecha como un pozo o devastadora como un tsunami, esta sensación
que nos irrumpe ante alguna situación disparadora, no nos hace distintos a los
demás. Todo lo contrario. Son oportunidades para saber que tenemos asuntos
pendientes que requieren atención y lo más importante: amor, aceptación e
integración.
Si
sabemos escucharnos, con amor y empatía, nos daremos cuenta que estamos llenos
de recursos para poder recuperar e integrar todos estos aspectos que por años
hemos pretendido olvidar o ignorar. Contamos con la fuerza necesaria para
escucharlos y recibir su mensaje, en el momento adecuado.
Y
al integrar lo rechazado, los temores desaparecerán, y nosotros creceremos en
confianza y humanidad. Pues ser conscientes de nuestras propias debilidades nos
permite ser más comprensivos con las debilidades ajenas.
Y
en este crecimiento, ganamos todos.
Andrea
García Moral – counselor
ENFOQUE
AL SER Consultoría Psicológica
El
Enfoque Centrado en la Persona, desde una mirada Junguiana
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