miércoles, 31 de julio de 2013

Ver el mundo con ojos de niño



Sábado a la tarde. Esperando a que se levantara la barrera del tren para poder pasar. Delante de mí estaba una familia, una pareja joven con dos niños. El más pequeño, de 3 años o menos, tomado de la mano del padre. Este niño miraba asombrado al banderillero de la garita del guarda, asomado por la ventana y agitando un banderín verde en señal de paso para el tren que aparecería en breve por nuestra izquierda. El niño entusiasmado llamaba a su padre a viva voz, preguntando:
--¿Qué es lo que tiene en la mano ese señor, papá? ¿Qué tiene en la mano, papá?
Y repitió su pregunta  una y otra vez, sin pausa alguna (como suelen hacer los niños) hasta que el padre, el cual estaba ocupado hablando de algo que debía ser importante con su mujer (algo de telegramas y despidos escuché), le contestó exasperado:
--¡Basta! ¡Por favor cortala!
Tras lo cual el niño se calló de inmediato. Y se quedó mudo sin poder saber qué sería eso que aquel señor tenía en su mano, ni por qué razón lo movía. Me quedé pensando qué respuestas mágicas de niño habrían aparecido en su cabecita llena de curiosidad.
Entonces llegó el turno del tren, que pasó inmenso frente a nosotros.
El niño, olvidando la orden de su padre, volvió a jalarle del brazo intentando nuevamente llamar su atención:
--¡El tren papá! ¡Mirá, es el tren!
Otra vez, repitiendo su llamado sin pausa, todo el tiempo que duró el paso de la formación frente a nosotros.
Esta vez el padre optó por no escucharlo (o quizás estaba tan concentrado en su charla que realmente no lo escuchó). El niño solito se calló cuando el tren terminó de pasar, y el espectáculo, para él tan maravilloso, terminó.
Se levantó la barrera y todos cruzamos despacio. La familia adelante, paseando tranquila en esa soleada tarde de sábado. Doblaron al llegar a la esquina, y los perdí de vista.
Y no pude evitar sentirme triste. Por ese momento que se perdieron juntos, aunque de seguro no fuera importante, y el niño ya lo habría olvidado. Todos estamos atravesados por cosas que nos pasan. Los grandes tenemos problemas de grandes, y no siempre podemos estar disponibles para acompañar todo lo que demandan nuestros pequeñines.
Pero me sentí triste por mí, por ser adulta, por saber qué es esto o aquello, por estar rodeada de cosas que ya no me asombran.  ¿En qué momento dejé de asombrarme por el paso de un tren? ¿Acaso recordaba la primera vez que vi uno?  Tantas otras cosas que ya no me asombran. Y cuántas veces de seguro yo misma interrumpí las preguntas de mi hija, por estar “demasiado ocupada”. ¿Cuántos otros momentos así me habré perdido?
Adiós niño pequeño. Gracias por ayudarme a recordar que siempre lo maravilloso se esconde detrás de lo rutinario. Solo hay que volver a verlo, pero con ojos de niño.

 




Andrea García Moral 

                      

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lunes, 22 de julio de 2013

EL MIEDO, ese eterno oponente en nuestras travesías


Dibujo de Carl G. Jung


En el viaje para llegar a ser nosotros mismos, forzosamente debemos atravesar aguas tormentosas   que alojan nuestros miedos más profundos.  Si fuese tan fácil atravesar esos mares con sólo desear hacerlo, de seguro no existirían los mitos, ni las leyendas, ni los cuentos ni las obras de arte.  Así como tampoco las diversas ciencias y no tanto, del alma y de la mente. Debe ser todo un tema eso de los miedos.

Considero fundamental no menospreciar el poder del temor propio ni ajeno. Es evidente que no se trata de “si quiero, puedo”.  Ni mucho menos al referirnos a un otro: “Lo que pasa es que no quiere cambiar / escuchar/ hacer esto o aquello”.  O peor: “Lo que pasa es que está cómoda así / obtiene un beneficio oculto/ se queja para llamar la atención / si quisiera ya lo hubiera hecho “ etc. , etc. 

Cuando yo acompaño a una persona en su proceso de búsqueda interior, es importante hacerme estas preguntas una y otra vez: ¿Estoy brindando una escucha verdaderamente empática? ¿Puedo realmente ponerme en el lugar del otro? ¿Estoy dispuesta a que la realidad de ese otro modifique lo que yo misma entiendo por mi realidad? ¿Realmente puedo aceptarlo/a tal como es, y no como quiero que sea? ¿Tengo plena confianza en que esa persona tiene dentro de sí la sabiduría innata y los recursos necesarios para encontrar su propio camino? ¿Estoy dispuesta a respetar sus tiempos? ¿Estoy dispuesta a encontrarme con todo lo que me pase a mí durante ese encuentro?

DEFINITIVAMENTE  SÍ;  siempre y cuando: 

Yo misma me permita encontrar mi propio espacio adecuado para ser mirada de esa manera. Me permita ser aceptada como soy, y no como creo que debería ser para que me quieran. Aceptar que yo también tengo mis temores, y que cuando mi escucha falla, no es porque la otra persona no se conecta, ni tampoco porque decrece mi confianza en ella, sino porque entre esa persona y yo, se interpuso un miedo mío, un fantasma que no me deja verla tal como es, y que me limita en mi experiencia.

En el momento en que logro reconocer que un  miedo mío se interpuso, es cuando puedo hacerlo a un lado, para vérmelas con él, en otro tiempo y espacio más adecuado. Y soy entonces aún más capaz que antes de ser una buena compañera de travesía. Aceptante y respetuosa, a su lado, y nunca adelante.

Entonces, ese espacio, donde mi trabajo es acompañar a esta otra persona en su propio viaje interior, vuelve a quedar limpio, para seguir navegando juntas y seguras por sus propias aguas tormentosas.

A su tiempo, a su ritmo, pues todos estamos en la misma travesía: todos, como podemos, enfrentando nuestros propios miedos.  ¿Y para qué?  Pues, nada más y nada menos, que para sentir amor. Sentirnos dignos de recibir amor y de dar amor. Sentirnos amables, queribles, respetables y aceptables. Ser queridos tal y como somos. Y no como pensamos que debemos ser para que nos quieran.



Andrea García Moral – counselor
                      
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