¿Te
sentiste así alguna vez? Yo sí. Cuando tenía 36 años, llorando desconsolada
frente a mi doula y con mi hijita de tres meses en brazos. La maternidad había
puesto mi mundo de cabeza y pateado mis puntos de apoyo. Toda mi confianza y
seguridad se esfumaban en ese caos emocional que es el puerperio, exigiéndome un incómodo regreso
hacia mí misma.
¿Cuánto
tiempo llevaba esforzándome por querer encajar, agradar, ser querida por lo que
yo pensaba que los demás esperaban de mí? Casi toda mi vida. La adolescencia,
sin duda, la peor etapa.
Y
cuanto más me esforzaba, más me alejaba de mí. Muy insegura, siempre pensando
que en algún momento se darían cuenta que no soy tan valiosa, o tan inteligente
o agradable como ellos creen, y me dejarían sola.
Y
como una profecía autocumplida, cada vez que alcanzaba algún logro importante
al poco tiempo me boicoteaba a mí misma, perdiendo lo logrado y sumando
desilusión y desconfianza.
La
creatividad y el entusiasmo corrían como aguas limpias en la superficie,
mientras por debajo se agitaba un remolino de inseguridad y enojo, que lastimaba
constantemente mi autoestima y confianza, y se llevaba o dañaba seriamente lo
construido con tanto esfuerzo.
Hicieron
falta varios años, once ya desde aquella exclamación de mi puerperio, para que pudiera
amigarme y encontrarme conmigo misma, desde un lugar más amoroso y comprensivo.
Mucho trabajo interior y también muchas lágrimas.
Pena
por el tiempo perdido, por el esfuerzo en querer agradar cuando sólo debía ser
como era. Por acumular tensiones y
enojos cuando lo que más deseaba era aflojarme y avanzar.
Tantos
mecanismos de defensa actuando en
automático... ¡Y qué difícil resulta desactivarlos! Convencerme de que ya no los
necesito.
Y
es que ese es el problema. No basta con saber, no basta con querer.
Ha
sido necesario que algo nuevo creciera en mi interior, un sostén interno más
fuerte y más flexible, para poder
despojarme de la armadura exterior. De lo contrario es imposible.
Nadie desea ir por el mundo como una ameba.
Necesitamos un esqueleto, y si no está adentro, está afuera. Así se construye
la armadura, por la dependencia permanente de la mirada exterior, esa que nos
confirma a cada rato quienes somos. Y en
ese contexto cobra pleno sentido la expresión “debo ser como quieren que sea”.
Por suerte, siempre está y siempre llega el
rayo de nuestro sol interior, que se cuela entre las fisuras de la armadura, y
nos hace gritar: “¡Ya no sé cómo quieren que sea!”.
Y
nos señala que nuestro sostén interior está listo para seguir creciendo y
fortaleciéndose, y que ya podemos empezar a quitarnos las muletas, de a una por
vez, y con amoroso cuidado.
Es
por eso que nos resulta tan difícil soltar aquellas partes nuestras que nos ayudaron,
que nos sostuvieron durante tanto tiempo pero que ya no nos sirven. Porque debemos
construir primero una sólida confianza interior, amorosa y flexible, para poder
desarmar luego nuestra armadura de aprobación exterior. Y como venimos muy
desconfiados y con tantos magullones, no nos convencemos a la primera.
Necesitamos probar, equivocarnos y volver a intentar, una y otra vez, hasta
estar seguros.
Sin
sostén interior, reconocido y testeado (¡muchas veces!), es MUY sano e inteligente no despojarnos del
sostén exterior. Aquel que obligue a
otro a despojarse de sus defensas y muletas cuando aún no está listo, le está
haciendo un daño enorme.
¿Y
una vez libres vamos por la vida sin que
nos importen los demás? NO. Pues esa
actitud sería una falsa confianza, una nueva armadura. Seguiríamos siendo duros
por fuera y blandos por dentro.
Como
seres sociables que somos, necesitamos unos de otros. Siempre necesitaremos ser
queridos, mirados y aceptados. Es por eso que ser más auténticos no nos vuelve
más egoístas, sino mucho más comprensivos. En primer lugar con uno mismo, y por
consiguiente con los demás.
Y
es que, a fin de cuentas, nuestra querida y vieja armadura no se desarma por la
fuerza del enojo, sino por la fuerza del amor.
ENFOQUE AL SER
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