En
los subtes de la ciudad de Buenos Aires es común encontrarnos con diversos músicos
ambulantes. Con distintos estilos e
instrumentos, ya sea solos o acompañados, muchos demuestran tener talento y hacen de cada viaje algo especial.
Volviendo
con mi marido e hija de pasar un reconfortante encuentro con la familia, luego
de una semana amarga y dolorosa, tomamos el subte D en su cabecera
Catedral, para unos 25 minutos más de
viaje. En el vagón estaban dispuestos unos instrumentos de percusión.
Al
comenzar el viaje, el músico, un muchacho delgado y de aspecto típicamente
bohemio, comenzó a tocar la caja, el bongó y la pandereta, combinándolos
magistralmente en una sucesión de distintos ritmos. Era un placer escucharlo y
verlo tocar con tanta talento y naturalidad, como todo aquel que toca con el
corazón. Se lo veía fluir con la música, o más bien que la música fluía a
través de él en cada interpretación que, me arriesgo a decir, parecían
maravillosas improvisaciones. Música del alma, de esa que surge en la
inspiración del momento, segundo a segundo.
Luego
de un par de temas, extensos, y tras los
merecidos aplausos, el músico realizó la habitual pasada con la gorra y varios
le dimos nuestro aporte. Un joven enfrente mío incluso le dejó mucho más dinero
de lo habitual, le dedicó varios elogios y se bajó del tren. El músico, en vez
de pasar al siguiente vagón, volvió a su lugar y nos regaló dos temas más.
Quizás por simple alegría, placer, o tal vez por sentirse contento de haber
recibido ese pago extra, vaya a saber por qué, los que quedamos pudimos
disfrutar sus melodías rítmicas unos cuantos minuto más.
Al
finalizar el inesperado bis, el músico, siempre con una sonrisa, guardó sus
instrumentos para disponerse a pasar al siguiente vagón.
Fue
entonces cuando un hombre que estaba parado frente a él le extendió unas
monedas, su aporte por la interpretación. El músico se mostró sorprendido, y
sin tener la gorra a mano, le mostró un bolsillo de su bolso. Un pasajero
reciente, pensamos todos, y el músico también. Y entonces, ocurrió lo
inesperado.
Un
poco escuchando, otro poco adivinando a partir de los gestos, pude ser testigo del
siguiente diálogo:
-Vos
recién subiste – afirmó el músico.
-
Sí-- dijo el pasajero, dejándole sus monedas en el bolso.
--Pero
entonces no me escuchaste— continuó el músico.
--Un
poquito, sí, pero estuviste genial—contestó el pasajero.
Y
entonces, el músico, sin decir una palabra, volvió a su lugar, acomodó
nuevamente su caja, su bongó, su
pandereta, y sonrisa mediante, tocó otra melodía maravillosa, llena de ritmo y de
vida. Para este pasajero que, según le pareció, había pagado (aunque fueran
unas monedas) por algo que no recibió em forma completa, y para todos los que
por tercera vez éramos público privilegiado de su arte.
Al
finalizar, tras los aplausos y saludos, esta vez sí el músico pasó al siguiente
vagón, el pasajero descendió, y yo me quedé con una sensación de alegría y esperanza,
que todavía hoy me resuena.
Si
existen personas así, capaces de gestos tan simples, desinteresados y la vez grandes
y bellos, entonces quiere decir que no todo está perdido. Que hay mucha más
bondad que maldad y que por cada miseria humana hay muchísima más belleza a
nuestro alrededor.
Estoy
convencida de que cuando estamos muy mal, lastimados, algunos ángeles bajan a
la tierra y se disfrazan entre la gente para tocarnos el corazón y susurrarnos: --No
pierdas la esperanza.
Andrea
García Moral – counselor
ENFOQUE
AL SER Consultoría Psicológica
El
Enfoque Centrado en la Persona, desde una mirada Junguiana
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