Sábado a la tarde. Esperando a que se levantara la barrera del tren para poder pasar. Delante de mí estaba una familia, una pareja joven con dos niños. El más pequeño, de 3 años o menos, tomado de la mano del padre. Este niño miraba asombrado al banderillero de la garita del guarda, asomado por la ventana y agitando un banderín verde en señal de paso para el tren que aparecería en breve por nuestra izquierda. El niño entusiasmado llamaba a su padre a viva voz, preguntando:
--¿Qué
es lo que tiene en la mano ese señor, papá? ¿Qué tiene en la mano, papá?
Y
repitió su pregunta una y otra vez, sin
pausa alguna (como suelen hacer los niños) hasta que el padre, el cual estaba
ocupado hablando de algo que debía ser importante con su mujer (algo de
telegramas y despidos escuché), le contestó exasperado:
--¡Basta!
¡Por favor cortala!
Tras
lo cual el niño se calló de inmediato. Y se quedó mudo sin poder saber qué
sería eso que aquel señor tenía en su mano, ni por qué razón lo movía. Me quedé
pensando qué respuestas mágicas de niño habrían aparecido en su cabecita llena
de curiosidad.
Entonces
llegó el turno del tren, que pasó inmenso frente a nosotros.
El
niño, olvidando la orden de su padre, volvió a jalarle del brazo intentando nuevamente
llamar su atención:
--¡El
tren papá! ¡Mirá, es el tren!
Otra
vez, repitiendo su llamado sin pausa, todo el tiempo que duró el paso de la
formación frente a nosotros.
Esta
vez el padre optó por no escucharlo (o quizás estaba tan concentrado en su
charla que realmente no lo escuchó). El niño solito se calló cuando el tren
terminó de pasar, y el espectáculo, para él tan maravilloso, terminó.
Se
levantó la barrera y todos cruzamos despacio. La familia adelante, paseando tranquila
en esa soleada tarde de sábado. Doblaron al llegar a la esquina, y los perdí de
vista.
Y
no pude evitar sentirme triste. Por ese momento que se perdieron juntos, aunque
de seguro no fuera importante, y el niño ya lo habría olvidado. Todos estamos
atravesados por cosas que nos pasan. Los grandes tenemos problemas de grandes,
y no siempre podemos estar disponibles para acompañar todo lo que demandan
nuestros pequeñines.
Pero
me sentí triste por mí, por ser adulta, por saber qué es esto o aquello, por estar
rodeada de cosas que ya no me asombran. ¿En
qué momento dejé de asombrarme por el paso de un tren? ¿Acaso recordaba la
primera vez que vi uno? Tantas otras
cosas que ya no me asombran. Y cuántas veces de seguro yo misma interrumpí las
preguntas de mi hija, por estar “demasiado ocupada”. ¿Cuántos otros momentos
así me habré perdido?
Adiós
niño pequeño. Gracias por ayudarme a recordar que siempre lo maravilloso se esconde
detrás de lo rutinario. Solo hay que volver a verlo, pero con ojos de niño.
Andrea García Moral
Andrea García Moral
ENFOQUE AL
SER -
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