Todos
nacemos con el don de la Empatía. Todos alguna vez nos pusimos en el lugar del
otro cuando éramos chicos. Hasta los
bebés lloran si escuchan a otro bebé llorar.
¿Qué cambió
después? ¿Qué nos pasó que de grandes nos cuesta tanto ponernos en el lugar del
otro? ¿En qué momento dejamos de empatizar para intentar convencer, adoctrinar
o aconsejar?
¿Será que si
veo el mundo con los ojos de ese otro, corro el riesgo de cambiar algo dentro
de mí? ¿Y si resulta que el otro tiene razón? Entonces ya no estaría tan segura
de lo que yo creo como verdades absolutas, ni siquiera como verdades. Todo
tomaría un matiz de relatividad que hasta podría resultar intolerable.
Si estoy tan
segura de que las cosas son de una determinada manera, el pensar, percibir,
sentir que pueden ser de otra distinta, u opuesta, puede llegar a ser muy
molesto o inquietante.
Para poder
realmente comprender a otro, tengo que empezar primero por aceptarme a mí misma.
¿Puedo permitirme ser yo misma frente a un otro?
El valor de
la empatía es que produce una reconfortante comprensión.
Al sentirme
comprendida me siento más relajada, contenida, acompañada. No necesito
defenderme pues ese otro me comprende y me acepta como soy, con todos mis
errores y mis defectos.
Y si no
tengo que defenderme, entonces, ¿en dónde pongo la energía que antes ponía en
levantar murallas invisibles y proyectores que muestren lo maravillosa que soy?
Esa energía
disponible la puedo volcar en mí misma, de una forma nueva e integradora. Puedo
permitirme pensar distinto, revisar aspectos desconocidos, animarme a ver más
datos de una situación, probar con ideas arriesgadas. Tengo más caudal de
libertad para permitirme explorar nuevas formas de ser.
El sentirme
comprendida me permite crecer como persona.
Andrea García Moral - counselor en Enfoque al SER
Acompañamiento psicológico para una
mejor calidad de vida.
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